Crítica: Juan Gabriel: Debo, Puedo y Quiero

Nueve años después de que su voz se silenciara abruptamente en un escenario de Miami, Juan Gabriel regresa no como un fantasma, sino como un torrente de cintas polvorientas y confesiones grabadas en VHS. La serie documental Juan Gabriel: Debo, Puedo y Quiero, estrenada el 30 de octubre en Netflix, no es una biografía convencional. Dirigida por María José Cuevas –la misma que desentrañó los secretos de las "Bellas de Noche"–, esta producción de cuatro episodios se sumerge en más de 2,200 cintas personales, 2,500 fotografías y medio millón de archivos de audio que el propio Alberto Aguilera Valadez archivó como un obsesivo cronista de su propia mitología.

Se trata de un autorretrato crudo, donde el Divo de Juárez se entrevista a sí mismo: Alberto interrogando a Juan Gabriel, el torbellino escénico, mientras el silencio –ese "silencio que también es música", como él mismo decía– revela las grietas de un ícono. El título, tomado de un titular periodístico tras su histórico concierto en el Palacio de Bellas Artes en 1990, encapsula la filosofía de un hombre que transformó la carencia en himno. "Debo" por obligación moral hacia sus raíces juarenses; "Puedo" por el talento indoblegable que lo sacó de la pobreza y la cárcel; "Quiero" por esa hambre voraz de amar, componer y desafiar prejuicios.

La serie no sensacionaliza: evita el chisme barato sobre su sexualidad o sus excesos, optando por una narrativa introspectiva que entreteje videos caseros de sus hijos jugando en el rancho El Descanso con grabaciones de ensayos donde llora sobre el piano. Es un retrato de dualidad: el Juan Gabriel de los reflectores, con sus trajes de lentejuelas y su coqueteo público, contra el Alberto privado, marcado por el abandono materno, el abuso sexual a los 13 años a manos de un sacerdote y la soledad que devoró sus relaciones con Rocío Dúrcal o su mánager María de la Paz.

Un archivo que respira

Debo, Puedo y Quiero trasciende el formato documental para convertirse en una experiencia inmersiva, casi terapéutica. Cuevas, con un ojo poético afilado por sus trabajos previos en La Dama del Silencio, edita el vasto archivo como una sinfonía: los episodios fluyen cronológicamente desde los años 70 –cuando Juan Gabriel graba sus primeras demos en un magnetófono casero– hasta su última década, colaborando con Natalia Lafourcade pese a los problemas de salud y deudas fiscales que lo acechaban. La genialidad radica en la ausencia de narradores externos dominantes; la familia y colaboradores como el mariachi Guillermo Hernández aportan pinceladas, pero es la voz de Juan Gabriel la que narra, en autoentrevistas donde se cuestiona: "¿Por qué compongo? Porque debo sanar lo que duele".

La obra brilla en su honestidad sensorial. Las imágenes granuladas de conciertos en palenques contrastan con tomas íntimas de su jardín en Cuernavaca, donde planta rosas y reflexiona sobre la fama como "una cárcel dorada". Temáticamente, explora la resiliencia queer en un México conservador: Juan Gabriel nunca "salió del clóset" formalmente, pero sus canciones –de Amor Eterno a No Tengo Dinero– son salidas del clóset colectivas para generaciones marginadas. Cuevas evita el hagiográfico; muestra el ego herido tras rupturas con sellos discográficos y la paranoia por traiciones, culminando en su muerte en 2016, cuando grababa furiosamente porque "ya no tengo tiempo". Críticos la han alabado por su rating de 9.0 en IMDb, viéndola como un puente entre la cultura popular y la "alta" –eco del propio Bellas Artes–, pero algunos la critican por omitir controversias como sus demandas fiscales o rumores de paternidad. Aun así, es un triunfo: humaniza al mito sin desmitificarlo, recordándonos que la grandeza nace del dolor.

El Artista

Alberto Aguilera Valadez, nacido en 1950 en Parral, Chihuahua, pero forjado en las calles polvorientas de Ciudad Juárez, es el arquetipo del self-made man latino. Hijo de una madre lavandera que lo abandonó a los cinco años –un trauma que plasma en baladas como Me He Quedado Solo–, creció en un orfanato salesiano donde descubrió la música como escape. A los 13, el abuso por un sacerdote lo marcó con una cicatriz de desconfianza hacia la autoridad, pero también con una empatía feroz por los vulnerables. Su ascenso fue meteórico y accidentado: expulsado de la escuela, trabajó como mesero y extra en telenovelas antes de firmar con RCA Víctor en 1971. Prisión por fraude en 1975 (un montaje, según él) lo pulió; salió componiendo Amor Eterno, tributo póstumo a su madre.

Juan Gabriel, su alter ego, fue una revolución: rompió barreras de género con su androginia escénica, fusionó ranchera con pop y bolero, y vendió millones de discos mientras dirigía telenovelas y teatros como El Mexicano en Juárez. Su legado es inclusivo: Grammy Latinos, influencia en artistas de Bad Bunny a Rosalía, y un estatus de "santo laico" en México por su filantropía con niños y marginados. Pero era frágil: la fama lo aisló, sus romances fueron efímeros, y en sus últimos años, la salud lo traicionó. Murió de un infarto a los 66, dejando un vacío que esta serie llena con ternura. No era perfecto –egoísta, impulsivo–, pero su autenticidad lo redime: "Yo soy como soy", cantaba, y en eso radica su eternidad.

Te recomendamos: La Evolución Viral: Historia y origen del Meme

Tres momentos curiosos

La serie rebosa de "cameos" inesperados, como los llamó Cuevas, que tejen la red de influencias de Juan Gabriel. Aquí, tres que capturan su magnetismo:

La Aparición de Alejandro González Iñárritu: El cineasta en las sombras del escenario

En un fragmento del episodio sobre los 90, emerge una joya inadvertida: Alejandro G. Iñárritu, entonces un joven director  de radio, aparece en footage de un concierto en el Premier en 1990. Junto a la fotógrafa Mariana Yazbek –su pareja de entonces, quien previamente era pareja de Luis Miguel–, Iñárritu observa embelesado a Juan Gabriel el futuro director de Birdman y The Revenant representa el cruce entre la "alta cultura" y el pop. Cuevas lo destaca como símbolo de cómo Juan Gabriel atraía a la élite creativa: "Él era el puente", dice la directora. Este momento, viral en redes, evoca la dualidad de la serie –el torbellino público y el observador silencioso–, recordándonos que el Divo inspiró no solo baladas, sino visiones cinematográficas de la mexicanidad rota y redentora.

La Llamada con María Félix

Grabada en diciembre de 1989 y desenterrada de las cintas personales, esta conversación telefónica es el corazón emotivo del episodio sobre Bellas Artes. Desde París, "La Doña" –María Félix, diosa del cine mexicano– llama a "Alberto" para desearle suerte en su concierto "imposible". Él, humilde, confiesa: "Es la primera vez que alguien de centros nocturnos sube ahí", y revela que el presidente Salinas le "debe una" por el apoyo que el artista le dio en el entonces panista estado de Chihuahua. Félix, con su aplomo legendario, responde: "Hay centros nocturnos y centros nocturnos... Te va a ir muy bien, porque eres estupendo". Se despiden con "Guapísima" y "Hasta siempre", un intercambio que destila admiración mutua. Este audio inédito, de apenas minutos, humaniza a dos titanes: ella, la reina del celuloide; él, el rey del pueblo. Es profético –el concierto rompió tabúes de clase– y conmovedor, mostrando cómo Juan Gabriel tejía alianzas con íconos para validar su ascenso

La escena con Emmanuel Lubezki

En el capítulo 2, durante el concierto de 1986 en la Plaza de Toros Calafia, Mexicali. Emmanuel "El Chivo" Lubezki –triple ganador del Oscar por Gravity, Birdman y The Revenant– aparece como camarógrafo improvisado, hombro en alto, capturando a Juan Gabriel mientras coquetea con la lente. Pero el foco se roba Alicia González, una niña de ojos brillantes en primera fila, cantando Yo No Sé Qué Me Pasó con tal pasión que el Divo la invita al escenario. Lágrimas contenidas, voces entrelazadas: "Me calmé para no llorar y cantar con él", recuerda Alicia hoy. El footage, granuloso y crudo, muestra a Lubezki bailando sutilmente, un joven de 22 años forjando su ojo legendario en la luz caótica del espectáculo, el otro cámarógrafo es Carlos Marcovich. En 2025, tras volverse viral post-estreno,  Alicia, ahora adulta, revivió el momento en Plaza Calafia, confesando: "No era desamor, era pura alegría con mi ídolo". Este dúo de cameos –el futuro maestro de la luz y la fan eterna– encapsula la magia inclusiva de Juan Gabriel: un concierto donde un Oscar y una niña común se funden en éxtasis compartido.

Debo, Puedo y Quiero no revive a Juan Gabriel; lo hace eterno. En un mundo de filtros y poses, esta serie nos recuerda que los verdaderos divos sangran en privado. Sintonízala en Netflix y siente el pulso: el Divo late aún, debiendo, pudiendo y queriendo más. ¿Listo para el torbellino?


Leído 196