Así era el rock de los 60

Hubo un tiempo en que las bandas no eran solo grupos de músicos que tocaban canciones, sino arquitectos de una época, constructores de pequeñas religiones portátiles, emisarios involuntarios de revoluciones que a menudo ni ellos mismos entendían del todo. Los años sesenta fueron ese tiempo. Un territorio donde la música rock se dejó de escuchar únicamente con los oídos y empezó a escucharse con la ropa, con el pelo, con las portadas de los discos y con las portadas de los periódicos. Las bandas dejaron de ser apellidos colectivos y pasaron a ser artefactos culturales completos, con discursos, con épica, con manual de estilo. Y aunque la lista de nombres posibles sería tan extensa que se nos quedaría vieja antes de terminarla, algunas presencias son difíciles de ignorar, no tanto porque sean las únicas ni las mejores —categorías que en el fondo siempre son espejismos—, sino porque llevan tanto tiempo entre nosotros que ya casi forman parte del mobiliario.


The Beatles, claro, fueron el epicentro. No solo por ser los más populares, ni por encabezar todas las listas de ventas, ni por ser los más versionados por otros géneros, ni por firmar la banda sonora no oficial de varias generaciones, sino por haber sido, probablemente, los que cambiaron la forma misma en la que la música se consumía y se entendía. Los Beatles no eran solo un grupo que hacía canciones. Eran una manera de estar en el mundo. Desde la ligereza juvenil de sus primeros años hasta las exploraciones psicodélicas y las texturas sofisticadas de su última etapa, parecían estar siempre un paso por delante de su propio tiempo. «Yesterday» sigue sonando como si siempre hubiera estado ahí, como si no hubiera hecho falta que nadie la escribiera.


Los Rolling Stones, mientras tanto, avanzaban por otro camino, uno menos luminoso, más terroso, más desaliñado, como si intuyeran que las avenidas del éxito ya estaban asfaltadas por otros y decidieran, con esa mezcla de instinto y desdén que siempre los ha caracterizado, caminar deliberadamente por los márgenes, por las cunetas polvorientas donde el ruido aún no había sido domesticado. Si los Beatles escribían la postal oficial —esa que se enviaba con cariño desde la modernidad y que todo el mundo deseaba recibir—, los Stones se encargaban de garabatear la nota al margen, la posdata irreverente, esa que parecía insignificante hasta que uno la leía con más atención y descubría que, a veces, es precisamente ahí donde se esconde lo que importa. Desde el principio cultivaron un sonido que no aspiraba a la pulcritud ni a la elegancia, sino al filo, al desgarro, a la electricidad impura que se arrastra por los escenarios sin necesidad de afeitarse ni de pedir permiso. Sobrevivieron a todo y a todos, incluso a sus propias leyendas y excesos, como si hubieran sido diseñados para resistir incendios y eclipses, y aunque sus discos más celebrados, esos que los críticos aún desempolvan con devoción, llegarían en la década siguiente, lo cierto es que ya en los sesenta los Stones sabían perfectamente cómo sonar, cómo ocupar un espacio propio sin que nadie pudiera ya decirles dónde encajar. «Jumpin’ Jack Flash» fue ese momento bisagra, la puerta que cruzaron cuando dejaron de parecer alumnos aplicados —aunque siempre hayan fingido no serlo— para convertirse en los que dictaban las lecciones, en los que marcaban el ritmo de la clase con los pies sobre la mesa, en los que demostraron que el rock no necesitaba brillar para ser imprescindible, que a veces basta con que te golpee donde menos lo esperas para que nunca vuelvas a escucharlo igual.


Y entonces llegó Jimi Hendrix, y con él, la guitarra eléctrica dejó de ser simplemente un instrumento —una herramienta, un artefacto, un canal más o menos domesticado— para convertirse en un territorio virgen, un paisaje nuevo donde de pronto todo estaba por explorar, donde las fronteras conocidas se desdibujaron como si alguien hubiera decidido arrancar las páginas del manual y prenderles fuego. Su irrupción no fue solo llamativa: fue violenta, tan abrupta que a muchos guitarristas contemporáneos les dio por replantearse, con cierta seriedad, la idea de seguir en el negocio o dedicarse a otra cosa menos ingrata, como si al escucharlo por primera vez se hubieran dado cuenta de que estaban usando un idioma que Hendrix acababa de reinventar mientras ellos seguían tartamudeando en un dialecto viejo. La suya fue una carrera fulgurante y vertiginosa, una de esas trayectorias que parecen empujadas por un calendario invisible, como si el tiempo —caprichoso, impaciente— le hubiera hecho una oferta rápida, como si la eternidad le hubiera salido al paso con prisas y con el billete de vuelta ya sellado. Apenas tres discos completos, apenas un puñado de años, apenas lo justo para que todo el mundo entendiera que lo que había hecho no se podía deshacer. «Little Wing» sigue flotando por ahí como un objeto sonoro no del todo descifrado, como una pieza que resiste el intento de desmenuzarla, como si aún nos costara entender, de verdad, cómo consiguió que aquello sonara así, de dónde vino exactamente ese sonido que parece no pertenecer a nadie, ni siquiera a él, como si el propio Hendrix, en el fondo, solo hubiera pasado por allí, de paso, para abrir una puerta que hasta entonces ni siquiera sabíamos que estaba cerrada.


The Doors se instalaron en otro rincón, uno donde la música era, sí, vehículo y excusa, pero también rito, ceremonia y puerta de acceso a algo que siempre parecía estar al otro lado, aunque nunca termináramos de saber qué era exactamente. Jim Morrison no fue solo un cantante, ni solo un frontman con carisma, ni siquiera solo el líder de una banda que marcó una época: fue un símbolo que no se terminó de construir nunca, una postal imperfecta y fascinante de la decadencia, una versión embriagada de la poesía maldita, el rostro de una intensidad que parecía buscar, siempre, el borde. Morrison —esa figura que el tiempo ha convertido en souvenir rentable— sigue ocupando escaparates, portadas y camisetas con la misma solvencia con la que la industria ha aprendido a explotar su leyenda, como si aún fuera posible prolongar, artificialmente, aquel instante donde parecía que vivir deprisa era la única forma seria de estar en el mundo. The Doors no necesitaban demasiadas notas para ser reconocidos. Su sonido, con ese teclado hipnótico, con esa cadencia reptante, sigue siendo uno de esos lugares donde basta un acorde, una línea, una sombra, para que uno sepa de inmediato que ha llegado a casa, aunque sea una casa donde las puertas nunca terminan de cerrar del todo. «L. A. Woman» es solo uno de los pasillos que llevan a ese mundo, una de esas canciones que funcionan como punto de entrada, como si con ella se pudiera, todavía, girar el pomo y asomarse al laberinto donde The Doors dejaron encendidas las luces hace ya demasiados años.


The Who convirtieron el rock en algo más que un puñado de acordes y un estribillo memorable; lo transformaron en objeto de análisis, en espacio legítimo para las obsesiones identitarias, en un vehículo donde cabían las preguntas que hasta entonces no parecían tener sitio en una canción. En sus manos, el rock dejó de ser solamente una banda sonora de fondo para convertirse en arquitectura conceptual, en un campo de batalla donde se podía hablar de alienación, de pertenencia, de la incomodidad de estar en el mundo. Sus conciertos eran mucho más que actuaciones: eran campos de demolición donde las guitarras volaban, donde los tambores eran destrozados con furia metódica, donde la destrucción formaba parte del guion, como si romper las cosas fuera también una manera de explicar quiénes éramos. Y sus canciones, especialmente «Pinball Wizard», dejaron de ser simples melodías para convertirse en entradas de enciclopedia, en apuntes de sociología urgente, en vitrinas donde el rock ya no era solo ruido ni solo diversión: era también literatura, era también símbolo, era también trinchera cultural. Con ellos, lo que hasta entonces parecía entretenimiento ligero se volvió materia para pensar, para discutir, para incomodarse. No hacía falta que lo dijeran con solemnidad: bastaba con escuchar.


Cream, ese triángulo breve y ruidoso, levantaron uno de los primeros templos del power trio, un formato que parecía a primera vista demasiado espartano para sostener semejante carga de sonido, pero que ellos convirtieron en un modelo a seguir, en un esqueleto robusto que otros intentarían copiar sin lograr reproducir del todo esa mezcla exacta de intensidad y equilibrio precario. De la mano de un Eric Clapton que por entonces terminaba de consagrarse —mientras la prensa inglesa lo empezaba a proclamar, sin demasiado disimulo, como una suerte de divinidad de las seis cuerdas—, y con Jack Bruce y Ginger Baker apuntalando desde la base, sosteniendo el andamiaje como si supieran que estaba condenado a agrietarse pero decididos a aguantarlo el tiempo suficiente para que dejara huella. Cuatro discos bastaron. Ni uno más. No hicieron falta carreras largas ni catálogos interminables. Dejaron lo justo y se marcharon cuando el eco todavía estaba fresco, cuando sus canciones aún no se habían desgastado en los surcos. «Sunshine of Your Love» quedó como su tarjeta de presentación, como ese riff reconocible que atraviesa décadas y que aún hoy suena como si nadie lo hubiera terminado de domesticar. Lo que Cream encendió sigue rebotando por ahí, multiplicado en otras bandas, deformado por otros estilos, pero con esa raíz visible que siempre remite al mismo lugar, al mismo trío, al mismo ruido inaugural.


The Kinks siempre parecieron moverse en una periferia incómoda, como si hubieran elegido, consciente o inconscientemente, quedarse a medio camino entre el estrellato masivo y el culto selecto, lo suficientemente grandes como para dejar huella —una de esas huellas que no se borran—, pero no lo bastante omnipresentes como para convertirse en consenso universal ni en bandera transversal que nadie discute. Había algo en ellos, quizá en la voz ligeramente desganada de Ray Davies o en esa melancolía soterrada que recorría sus canciones, que los alejaba del entusiasmo desbordado de otras bandas contemporáneas. Y sin embargo, «Sunny Afternoon» logró lo que parecía reservado solo para los dioses del momento: destronar a los mismísimos Beatles en las listas, ocupar el primer lugar mientras el mundo seguía girando alrededor de Liverpool. Fue una revolución pequeña, casi silenciosa, pero las revoluciones discretas, esas que no hacen demasiado ruido al llegar, también pueden abrir grietas, también pueden cambiar el paisaje sin necesidad de incendiarlo todo. The Kinks nunca necesitaron sonar como los más grandes, quizá porque sabían que el margen es un lugar desde donde también se puede escribir la historia. Y a veces, sin que nadie lo espere, desde la periferia se disparan las balas que más duelen.


Creedence Clearwater Revival solo necesitaron cinco años para escribir su leyenda, cinco años que en la escala del rock —donde algunos grupos se eternizan sin dejar apenas rastro— se sienten como un destello concentrado, como un fogonazo que todavía sigue iluminando esquinas. Desde California —lejos del calor pegajoso y de los pantanos que cantaban— soñaron con el sur, lo invocaron, lo reinventaron con tal convicción que muchos, incluso hoy, los siguen confundiendo con hijos naturales del Mississippi. Cantaron sobre ríos, sobre campos de algodón, sobre tormentas y carreteras secundarias, como si hubieran nacido allí, como si hubieran pisado ese barro desde siempre, cuando en realidad estaban a miles de kilómetros y, quizá por eso, consiguieron capturar el sur que todos imaginamos, no el que se vive, sino el que se escucha. Sus canciones se han reinventado en manos ajenas tantas veces que a estas alturas ya no parecen tener dueño, o quizá lo tengan, pero el nombre se ha ido difuminando entre versiones, entre ecos, entre fogatas y camisas de cuadros. «Proud Mary» sigue girando, como si la rueda no se hubiera detenido nunca, como si cada vez que alguien la toca, la rueda volviera a empezar desde el principio, como si la canción misma se resistiera a llegar a un lugar definitivo, condenada a seguir rodando mientras alguien, en algún sitio, vuelve a cantarla.


Led Zeppelin entraron tarde, cuando la década ya empezaba a deshilacharse por los bordes, cuando otros llevaban años escribiendo los capítulos centrales del rock y parecía que el reparto estaba cerrado, pero entraron como un trueno, como quien no espera turno ni pide permiso, como quien derriba la puerta porque sabe que le corresponde estar dentro. Sus primeros discos llegaron al filo del cambio, cuando los sesenta se rendían a su propio vértigo, y sin embargo, el estruendo fue tan rotundo, tan absoluto, que daba la sensación de que siempre habían estado ahí, agazapados en los márgenes, esperando el momento exacto para dejarse oír. No vinieron a adornar lo que ya existía, vinieron a hacer que lo demás sonara pequeño. Y cuando «Whole Lotta Love» se desató, con ese riff que atraviesa paredes y ese zumbido casi animal que parece nacer de la tierra, no hubo manera de volver a cerrar la puerta que habían abierto. La canción fue la explosión que los convirtió en gigantes, no solo por el volumen, no solo por la potencia, sino por esa capacidad de arrastrar todo consigo, como si hubieran entendido que a veces el camino más corto hacia la eternidad es atravesar el escenario como un vendaval, sin mirar atrás y sin preocuparse de quién se queda en pie.


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Y mientras en Europa se multiplicaban las bandas con vocación de eternidad, dispuestas a ocupar el centro del escenario y a esculpir sus nombres en las crónicas canónicas del rock global, los Allman Brothers andaban a otra cosa, plantando, casi sin hacer ruido al otro lado del Atlántico, las semillas de lo que terminaría siendo el southern rock, un territorio sonoro que, aunque quizá nunca haya gozado del mismo lustre en las vitrinas europeas, es absolutamente esencial para entender la genealogía del rock norteamericano. Lo suyo no eran las poses ni los fuegos artificiales: era la búsqueda de un sonido que parecía surgir de la tierra misma, de los caminos secundarios, de las noches largas de carretera donde la música no era espectáculo sino necesidad. Y aunque su nombre no siempre aparece en las postales universales, su influencia corre subterránea, como esas raíces que sostienen un bosque entero sin necesidad de mostrarse. «Whipping Post» es uno de esos caminos que no se agotan, una canción que no envejece porque nunca fue prisionera de su época, una estructura abierta donde las guitarras, las voces y el latido de la batería encuentran espacio para estirarse, para perderse, para volver, como si supieran que el viaje —y no el destino— es lo único que realmente importa.

Intentar hacer listas definitivas siempre ha sido un empeño frágil, una batalla perdida de antemano, como si se pudiera encerrar en un catálogo lo que en realidad se despliega en los márgenes, en los ecos, en esos acordes que se quedan pegados a la memoria aunque ya hayamos olvidado quién los tocó primero. El rock de los sesenta no es tanto un inventario como un territorio que uno atraviesa con la piel, con los pies, con el ruido aún caliente en los oídos. No es cuestión de podios ni de medallas. Es cuestión de lo que permanece, de esas canciones que se resisten a irse, que siguen ahí cuando la lista ya se ha desordenado, cuando el nombre del grupo se ha borrado, cuando solo queda la vibración. Porque la música que de verdad importa no es la que encabeza las clasificaciones, es la que se sigue sonando cuando todo lo demás ya se ha ido.


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