En Cartelera: 1917

No es la primera vez que Sam Mendes, cineasta tan dado al ombliguismo presuntamente trascendental (la ya vieja al minuto de estrenarse American Beauty) como a la condensación de las esencias de un género vía el engrandecimiento narrativo (esa Skyfall, el clásico de la saga Bond del siglo XXI… y acaso de todo el opus 007) hace del movimiento una metáfora.

Curiosamente, lo que en aquella aventura iniciática del veterano agente con licencia para matar era la razón de su carrera sin fin tras/huyendo del villano de turno y de su propio pasado (el regreso a la infancia como antesala de la muerte) es el leit motiv de 1917, tan ambiciosa a nivel formal como de una contundente (y terrible) sencillez en el fondo: un camino de pérdida de la inocencia que lleva de la vida a la muerte, y viceversa.

El arriesgado (trucado en varias etapas, aunque eso da lo mismo: desde La soga, de Alfred Hitchcock, el plano secuencia continuo acaba siendo un truco de magia técnica) uso de esa única toma que acompaña al protagonista, un Miguel Strogoff de inocente y aterrada mirada, en su sendero, no de gloria, destinado a cumplir una misión (no por casualidad un alto el fuego), no debería ser el árbol que ocultara un bosque (con cerezos en flor) maravilloso, acaso la mejor película hasta la fecha de su director. Así, una vez que aplaudimos el desafío y el reto de un largo y sin cortes plano y nos quitamos el sombrero y pedimos todas las condecoraciones del mundo para Roger Deakins, el director de fotografía del film, nos tenemos que detener (curiosamente en una historia que se basa –claro- en el movimiento, en ese ir hacia adelante, unas veces por obligación, otras por miedo o por supervivencia) en lo que hace de 1917 una de las películas de la temporada. La guerra, el conflicto bélico, no era algo desconocido para Sam Mendes. En Jarhead ya asistíamos a una teatralización (que a Harold Pinter habría enloquecido) de esos rituales de muerte. Mendes vuelve a esa dialéctica entre hombres atrapados en uniformes, reglamentos y entelequias llamadas patria, en las paradas que realiza el joven soldado de trinchera en trinchera y en esas conversaciones con sus superiores, tan llenas de rabia y dolor como las que Kirk Douglas tenía en el Senderos de gloria de Stanley Kubrick.

Kubrickiana es 1917: la visión nocturna de una ciudad iluminada por los bombardeos es digna del Saigón de Full metal jacket, y el protagonista al albur del destino no deja de ser una réplica de ese otro corredor de fondo de la vida llamado Barry Lyndon. Pero mucho más John Huston. ¿O no es en realidad 1917, emotiva y poética en su espectacular mezcla de ruido, caos y calma casi abstracta, una réplica en la Primera Guerra Mundial de la maldita y mutilada La roja insignia del valor?


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