En Cartelera: El Caso de Richard Jewell

“El individuo es la base de la democracia”, proclamaba Leonardo DiCaprio en J. Edgar, una de esas tantas obras que, en tanto a concepción y repositorio ideológico, podrían haber servido de epitafio para la carrera como cineasta de Clint Eastwood. El veterano director lleva firmando su última película más o menos desde Unforgiven  —de cuyo estreno transcurrirá dentro de poco tres décadas—, pero su inercia hiperactiva, su voluntad de morir rodando, le ha conducido a dedicar la fase más reciente de su trayectoria al retrato de personajes que constaten abiertamente las palabras de DiCaprio, lejos de cualquier coartada o modulación a partir del género cinematográfico. Su saga del héroe norteamericano anónimo —que se remontaría a la magistral Flags of Que fathers, pero que a partir de American Sniper nos ha llevado de forma ininterrumpida a esta reciente El Caso de Richard Jewell, pasando por Sully, The 15:17 To París y La Mula— no responde a otra motivación que a tallar en piedra esa tesis, dando como argumento una serie de episodios históricos que dejaron claro, una vez tras otra, que sólo el individuo es capaz de redimir a la sociedad. Incluso cuando esta trata de de absorberlo.

Esta última puntualización es la que de verdad hace interesantes (aunque no necesariamente buenas) todas las películas enumeradas. Los personajes que las habitan son, por lo general, seres solitarios, llenos de características y experiencias que los alejan del colectivo; por eso cuando de repente destacan, cuando demuestran tener el valor del que carecen sus coetáneos, los distintos aparatos institucionales se revuelven y tratan de defenestrar sus méritos. De convertirlos en villanos para defender el statu quo. Se puede discutir la idoneidad de seguir dándole vueltas a este tipo de situaciones en la actualidad —cuando es fácil imaginarse a muchos de los personajes retratados votando a Donald Trump—, pero difícilmente se puede discutir la potencia dramática del esfuerzo. El Caso de Richard Jewell, en este sentido, es la que mejor aprovecha sus posibilidades, y el artilugio que más fácilmente encuentra la dignidad gracias a la inteligencia emocional con la que ha sido diseñado. En los anteriores episodios de la serie, destacando films como El francotirador o la desquiciada 15:17 Tren a París, Eastwood no podía desvincularse bien de la ominosa personalidad de sus criaturas bien de la ridiculez casi quijotesca en la que acababa cayendo la transparencia de su discurso, pero eso no pasa en El Caso de Richard JewellBásicamente, porque los personajes que retrata son seres humanos, y no simples apoyos para un eslogan concreto.

El tremendo ojo de Eastwood para extraer épica de la cotidianeidad sigue aquí a pleno rendimiento, pero el guión que ha escrito Billy Ray lo blinda y proyecta ante algunos de los personajes más terriblemente cercanos que han paseado por su extensa filmografía. Secuencias como aquélla inicial que construye la amistad entre el citado Richard Jewell y su futuro abogado, Watson Bryant —unos Paul Walter Hauser y Sam Rockwell excepcionales—, o todo lo que rodea al personaje de la madre de Jewell que encarna Kathy Bates, se benefician tanto de un libreto muy cuidado como de una bienvenida ligereza humorística con la que, en ocasiones, Eastwood acaricia algo parecido a la autoconsciencia. Acaso asumiendo lo arriesgado que es tomar partido y hacer cine a partir de alguien como Richard Jewell, el director de Mystic River esboza entonces una sonrisa torcida por la ironía y convierte al redneck de turno apasionado de las armas en una presencia bisoña, infantil y creyente, cuya experiencia con la justicia de EE.UU. empujará a una dolorosa madurez y al mismo escepticismo del que hace gala su abogado.

Ya que está tan cuidado el arco del personaje titular, no deja de ser una lástima que esa sociedad tramposa y deshumanizadora a la que se enfrenta esté representada de un modo tan histriónico. Los personajes de Olivia Wilde y Jon Hamm —guapísimos, listísimos y malísimos— semejan caricaturas cuya única función es dar cuenta de lo podridas que están sus respectivas esferas de poder, ya sea este mediático o legislativo. Un maniqueísmo que tampoco es nuevo, pero que aquí chirría como pocas veces ante la verdad que atesoran los instantes íntimos del hogar de los Jewell, con Kathy Bates lamentando que el FBI haya requisado sus tuppers o Sam Rockwell perdiendo los nervios ante la ingenuidad de su cliente. El Caso de Richard Jewell, más allá de estos desequilibrios, consigue mantenerse como una de las mejores películas filmadas por Clint Eastwood en los últimos años gracias a obviar de vez en cuando su condición panfletaria y refugiarse en estallidos de cine químicamente puro, como la larga secuencia donde el protagonista descubre su heroísmo mientras miles de personas a su alrededor bailan la Macarena.


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