En Cartelera: Contra lo imposible

Contra lo imposible es una de esas películas que ves con total placidez durante las insensatas dos horas y media que dura, al tiempo que dispones tus cuerdas vocales para que -según caigan los créditos y se aten los cabos sueltos históricos mediante rótulos- puedas levantarte de la butaca y exclamar "ya no se hace cine así". Durante su filmografía, en la que ha gustado de cultivar cada género para acto seguido intentar trascenderlo -desde el biopic musical de En la cuerda floja hasta el superheroico Logan-, James Mangold así lo ha querido, y pocas veces con la contundencia alcanzada en Contra lo imposibleDonde, a partir de una disputa corporativa sin demasiado interés para los legos en la historia del automovilismo, es capaz de marcarse una espectacular parábola sobre el éxito, el fracaso, y aquellas chocantes ocasiones en las que uno puede hacerse pasar por el otro. O viceversa.

Lo logra teniendo bastantes cosas en contra, como la indolencia que pueda despertar en ciertos espectadores la competición Ford v Ferrari o, sobre todo, un disperso guión (firmado por cuatro personas entre las que se encuentra el propio Mangold) que va explorando motivos dramáticos con suma torpeza al tiempo que se refugia en demasiados clichés de probada efectividad en el subgénero, aquí lamentablemente sin beneficiarse de ella. En sus soliloquios de pinceladas míticas, en sus voces en off y en sus miradas al horizonte, Contra lo imposible se boicotea a sí misma, alejándose de esa silenciosa amargura que lo condiciona todo, y que incluso el propio Christian Bale está a veces a punto de echar a perder con otro de sus recitales histriónicos. Por suerte ahí está (quién lo diría) Matt Damon para sostenerle la réplica con una interpretación tan contenida y melancólica como es toda Contra lo imposible al completo, observando al coche que ha diseñado superar un récord tras otro mientras, a sus espaldas, nota al aparato industrial relamiéndose, sin poder esperar a absorber la individualidad del conductor para que esta pase a formar parte de su marca. La pose de Damon, siempre con algo entre los dientes, siempre con una disculpa en los labios, define la película de James Mangold mucho mejor que doce enfrentamientos directos con el socio capitalista de turno.

Al igual que la definen, accidentalmente, las circunstancias. Contra lo imposible es una de las primeras películas producidas por 20th Century Fox una vez ha pasado al control de The Walt Disney Company, y así como es difícil pensar que Mangold tuvo esto en cuenta a la hora de diseñar su propuesta, también lo es sustraerse de este hecho a la hora de presenciar cómo, una vez tras otra, la creatividad de los personajes es puesta al servicio de millonarios ancianos que tratan de hacer honor a su apellido, y de ejecutivos que deseosos de medrar no dudan en sabotear la misión. Resulta llamativo descubrir, por tanto, cómo las competiciones más esquinadas de Contra lo imposible se producen en su mayoría dentro de despachos, carentes de épica, mientras que las hazañas vividas en el circuito son representadas como muestras de arrojo individual, sin más interés que el de dejarle a los descendientes un legado bonito. Quizá es por ello que Mangold, dejando atrás los arrebatos de violencia de Logan, filma las copiosas carreras de Contra lo imposible sin regodearse en la agresividad de sus contendientes o en lo ruidoso de los choques. Bien al contrario, en un ejercicio de puesta en escena formidablemente hermoso, Mangold prefiere recrearse en los espacios, en los rostros eufóricos de los conductores que los transitan, y en la velocidad que los propulsa.

Acompañada por la apabullante música de Marco Beltrami y por un meditabundo sentido del espectáculo, Contra lo imposible presume de su condición de rareza ya desde apuntes tan vitales para su potencial emotivo como la relación entre los protagonistas, sostenida sobre los silencios, las vivencias compartidas y una masculinidad tan claustrofóbica como digna a los ojos de Mangold. Apuntalando un viaje inesperado, desbordante, y de vocación inherentemente crepuscular: Porque, demonios, ya no se hace.


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